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viernes, 27 de septiembre de 2019

Parábola del tesoro escondido y la perla de gran precio


Mateo 13:44-46

Por:
Carlos Ardila

     Tanto en el tiempo previo a la venida del Señor como en los días mismos de su estadía entre los hombres, el territorio palestino se hallaba eventualmente expuesto a la acción delictiva del bandolerismo bien fuese común o del llevado a cabo por los enemigos de Roma bajo cuyo dominio este se encontraba, razón por la cual y ante el riesgo del saqueo de sus bienes, las personas adineradas de la época dividían en tres partes sus riquezas, la primera de estas era conservada en efectivo mientras que con la segunda fracción de su fortuna adquirían joyas que podrían ser facialmente transportadas si acaso tuvieran que huir al ser asaltadas u ocupadas sus parcelas y finalmente lo restante de sus haberes en dinero, alhajas y diversos metales era escondido bajo tierra en sus propias haciendas esperando poderlos recuperar al regresar lo cual no siempre sucedía, ya que algunas de ellas eran asesinadas antes de poderse evadir y otras más en el transcurso de los años morían lejos de sus casas, es así que la búsqueda de tesoros no resultaba ser una actividad extraña en los días de Jesús.

     En esta ilustración, el reino de los cielos, entonces próximo a ser establecido (Cp. Colosenses 1:13,14) es hecho semejante por el Maestro a un tesoro escondido, el cual hallando un hombre decidió ir y vender todo cuanto poseía a fin de reunir la cantidad de dinero necesaria para poder adquirir el campo en el cual este se hallaba depositado y reclamar así aquel caudal para sí. El tesoro aquí en mención constituye una fiel representación de nuestra salvación, cuya conservación requiere de nosotros una total dedicación y esfuerzo en el reino (Cp. Marcos 8:35-37; Lucas 14:33; 18:18-25).

     En el fondo del océano algunos moluscos recubiertos a manera de protección por sólidas conchas o caparazones, al abrir y cerrar naturalmente sus cuerpos son invadidos por parásitos o permiten el ingreso de diminutas partículas de arena que siendo elementos extraños dentro de estos llegan a serles dolorosamente molestos, ellos no pudiendo expulsar de dentro de sí a las entidades o a los granos arenosos invasivos, en su defensa y mediante el proceso denominado enquistación producen y segregan una sustancia líquida y viscosa conocida como el nácar que progresivamente los envuelve en capas concéntricas que al secarse se endurecen; dado que los incómodos invasores continúan aún allí, este proceso se repite sucesivamente en tanto que el organismo continúe vivo haciendo cada vez mayor el tamaño de la perla que como resultado ha sido formada en su interior.

     Así como la formación de las perlas al interior de las conchas marinas produce en estas un continuo e inmenso dolor, la salvación de los hijos del reino ha sido adquirida al precio del profundo dolor de nuestro redentor (Cp. Hechos 20:28).

     Habiendo nosotros hallado en el reino de los cielos la perla de la salvación, bien debemos renunciar a todo cuanto estimamos de valor a fin de hacernos a ella, lo cual significa que deberemos amar menos nuestras posesiones, sueños, anhelos y afectos de lo que amamos al Señor (Cp. Lucas  14:26).

     Ahora, una vez hallado y adquirido el valioso tesoro que nos significa la posesión de nuestra salvación, estamos en el deber de compartirlo con otros más dado que este no debe ser hecho de nuestra exclusiva posesión, puesto que a diferencia de un tesoro físico literal que seguro cuidadosamente protegeríamos de la posibilidad de ser tomado por alguien más, este nos ha sido confiado (Cp. II de Corintios 4:7) a fin de hacer extensivos sus beneficios también a los demás (Cp. I de Pedro 2:9; Efesios 3:10,11).  Por tanto, al servir a nuestro Dios en su reino y habiendo sido dotados por Él con valiosos dones, en lugar de mantenerlos inactivos como si los hubiésemos escondido bajo tierra, conservémoslos en acción y en función de su gloria (Cp. (Cp. Mateo 25:18,25; I de Pedro 4:10,11).