Mateo
13:44-46
Tanto en el tiempo previo a la venida del
Señor como en los días mismos de su estadía entre los hombres, el territorio
palestino se hallaba eventualmente expuesto a la acción delictiva del
bandolerismo bien fuese común o del llevado a cabo por los enemigos de Roma
bajo cuyo dominio este se encontraba, razón por la cual y ante el riesgo del
saqueo de sus bienes, las personas adineradas de la época dividían en tres
partes sus riquezas, la primera de estas era conservada en efectivo mientras
que con la segunda fracción de su fortuna adquirían joyas que podrían ser facialmente
transportadas si acaso tuvieran que huir al ser asaltadas u ocupadas sus parcelas
y finalmente lo restante de sus haberes en
dinero, alhajas y diversos metales era escondido bajo tierra en sus propias
haciendas esperando poderlos recuperar al regresar lo cual no siempre sucedía, ya que algunas de ellas eran asesinadas antes de poderse evadir y otras más en
el transcurso de los años morían lejos de sus casas, es así que la búsqueda de
tesoros no resultaba ser una actividad extraña en los días de Jesús.
En esta ilustración, el reino de los cielos,
entonces próximo a ser establecido (Cp. Colosenses 1:13,14) es hecho semejante por
el Maestro a un tesoro escondido, el cual hallando un hombre decidió ir y vender todo cuanto poseía a fin de reunir la
cantidad de dinero necesaria para poder adquirir el campo en el cual este se
hallaba depositado y reclamar así aquel caudal para sí. El tesoro aquí en
mención constituye una fiel representación de nuestra salvación, cuya
conservación requiere de nosotros una total dedicación y esfuerzo en el reino (Cp.
Marcos 8:35-37; Lucas 14:33; 18:18-25).
En el fondo del océano algunos moluscos
recubiertos a manera de protección por sólidas conchas o caparazones, al abrir y cerrar naturalmente sus cuerpos son invadidos por parásitos o
permiten el ingreso de diminutas partículas de arena que siendo elementos extraños
dentro de estos llegan a serles dolorosamente molestos, ellos no pudiendo
expulsar de dentro de sí a las entidades o a los granos arenosos invasivos, en
su defensa y mediante el proceso denominado enquistación producen y segregan
una sustancia líquida y viscosa conocida como el nácar que progresivamente los envuelve
en capas concéntricas que al secarse se endurecen; dado que los incómodos
invasores continúan aún allí, este proceso se repite sucesivamente en tanto que
el organismo continúe vivo haciendo cada vez mayor el tamaño de la perla que
como resultado ha sido formada en su interior.
Así como la formación de las perlas al
interior de las conchas marinas produce en estas un continuo e inmenso dolor, la
salvación de los hijos del reino ha sido adquirida al precio del profundo dolor
de nuestro redentor (Cp. Hechos 20:28).
Habiendo nosotros hallado en el reino de
los cielos la perla de la salvación, bien debemos renunciar a todo cuanto estimamos
de valor a fin de hacernos a ella, lo cual significa que deberemos amar menos
nuestras posesiones, sueños, anhelos y afectos de lo que amamos al Señor (Cp. Lucas 14:26).
Ahora, una vez hallado y adquirido el
valioso tesoro que nos significa la posesión de nuestra salvación, estamos en
el deber de compartirlo con otros más dado que este no debe ser hecho de
nuestra exclusiva posesión, puesto que a diferencia de un tesoro físico literal
que seguro cuidadosamente protegeríamos de la posibilidad de ser tomado por alguien
más, este nos ha sido confiado (Cp. II de Corintios 4:7) a fin de hacer
extensivos sus beneficios también a los demás (Cp. I de Pedro 2:9; Efesios
3:10,11). Por tanto, al servir a nuestro
Dios en su reino y habiendo sido dotados por Él con valiosos dones, en lugar de
mantenerlos inactivos como si los hubiésemos escondido bajo tierra,
conservémoslos en acción y en función de
su gloria (Cp. (Cp. Mateo 25:18,25; I de Pedro 4:10,11).