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sábado, 28 de septiembre de 2019

¿MORIR POR UNA MENTIRA?


 Por:
Carlos Ardila

     De una forma u otra, todos hemos sido informados acerca de hechos y de personajes históricos sobre los cuales la historia basada en el testimonio de quienes conocieron a tales individuos o presenciaron los sucesos de los que estos testifican, ha dado por sentada su existencia o su suceso; en este orden de ideas, y tan solo a manera de ejemplo, aunque sin haberle visto, nadie dudaría hoy de la pasada existencia y gestas del gran prócer General San Martín (1778 – 1850), quien fuera el libertador de las naciones de la Argentina, Chile y Perú.

     Desde luego, para aceptar como real tanto a un personaje histórico como veraces los hechos que se le atribuyen, debe ser establecida la credibilidad de quienes testifican acerca del tal y de sus obras, al hablar de la vida y obra del Señor Jesús, la historia, por supuesto se basa en el testimonio de quienes le conocieron y fueron testigos presenciales de sus hechos.

     Al ofrecer sus vidas por el Señor Jesucristo y morir mártires, sus apóstoles, así como otros individuos que le vieron resucitado en número superior a las quinientas personas (Cp. I de Corintios 15:3-8) sumadas a otras muchísimas más que luego fueron perseguidas, despojadas (Cp. Hebreos 10:34), torturadas y asesinadas por las autoridades romanas (Cp. Apocalipsis 6:10) ofrecieron un testimonio histórico veraz respecto de Él y de sus hechos, que como testimonio mismo en nada difiere de otros testimonios históricos acerca de tantos personajes y sucesos igualmente históricos, excepto por el hecho mismo del haber sacrificado ellos sus vidas por sostener tal testimonio.

     En tan solo lo que a sus apóstoles respecta, consideremos por un instante la forma en la que algunos de estos murieron:

Andrés: Crucificado.
Bartolomé: Crucificado.
Felipe: Crucificado.
Jacobo, el hermano de Jesús: Apedreado.
Jacobo, hijo de Alfeo: Crucificado.
Jacobo, hijo de Zebedeo: A espada.
Juan: Expatriado murió de manera natural.
Mateo: A espada.
Matías, el sucesor de Judas Iscariote: Apedreado y luego decapitado.
Pedro: Crucificado al revés, es decir, cabeza abajo.
Pablo: Perseguido, naufrago, apedreado y finalmente decapitado.
Simón: Crucificado.
Tadeo: Asaetado.
Tomás: Atravesado por una lanza.

     Ahora, considerando razonablemente lo anterior, la pregunta es: ¿morirían estos hombres y cientos de personas más por una mentira, por un gran fraude en el que no creían a ciencia cierta? Por supuesto que no, aunque por lo menos los apóstoles mismos del Señor dudaron en comienzo de su resurrección (Cp. Marcos 16: 9-14; Lucas 24:1-53; Juan 20:24-31) pese al hecho de haber presenciado sus muchos milagros públicos anteriores, reafirmaron su fe en Él después de haberle visto personalmente resucitado (Cp. Marcos 16:14-16) y sacrificaron posteriormente sus vidas por sostener el testimonio veraz e histórico de su divinidad y de su resurrección.

     Acerca de nuestra necesaria transformación espiritual fue el gran apóstol Pablo, quien inspirado expresó: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, si no transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Cp. Romanos 12:1,2).

     Luego, con relación a la muerte a su propio ego, fue él mismo quien escribió: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Cp. Gálatas 2:20).

     Al igual que los apóstoles de Jesús, y siguiendo el ejemplo de nuestros hermanos mártires, ofrezcamos por completo nuestro ser al Señor, agradándole en todo en nuestra manera de vivir y testifiquemos cada día acerca de Él (Cp. Mateo 5:14-16).