Por:
Carlos Ardila
De una forma u otra, todos hemos sido
informados acerca de hechos y de personajes históricos sobre los cuales la
historia basada en el testimonio de quienes conocieron a tales individuos o
presenciaron los sucesos de los que estos testifican, ha dado por sentada su
existencia o su suceso; en este orden de ideas, y tan solo a manera de ejemplo,
aunque sin haberle visto, nadie dudaría hoy de la pasada existencia y gestas
del gran prócer General San Martín (1778 – 1850), quien fuera el libertador de
las naciones de la Argentina, Chile y Perú.
Desde luego, para aceptar como real tanto
a un personaje histórico como veraces los hechos que se le atribuyen, debe ser
establecida la credibilidad de quienes
testifican acerca del tal y de sus obras, al hablar de la vida y obra del Señor
Jesús, la historia, por supuesto se basa en el testimonio de quienes le
conocieron y fueron testigos presenciales de sus hechos.
Al ofrecer sus vidas por el Señor
Jesucristo y morir mártires, sus apóstoles, así como otros individuos que le
vieron resucitado en número superior a las quinientas personas (Cp. I de
Corintios 15:3-8) sumadas a otras muchísimas más que luego fueron perseguidas,
despojadas (Cp. Hebreos 10:34), torturadas y asesinadas por las autoridades
romanas (Cp. Apocalipsis 6:10) ofrecieron un testimonio histórico veraz respecto de Él y de sus hechos,
que como testimonio mismo en nada difiere de otros testimonios históricos
acerca de tantos personajes y sucesos igualmente históricos, excepto por el
hecho mismo del haber sacrificado ellos sus vidas por sostener tal testimonio.
En tan solo lo que a sus apóstoles
respecta, consideremos por un instante la forma en la que algunos de estos murieron:
Andrés:
Crucificado.
Bartolomé:
Crucificado.
Felipe:
Crucificado.
Jacobo,
el hermano de Jesús: Apedreado.
Jacobo,
hijo de Alfeo: Crucificado.
Jacobo,
hijo de Zebedeo: A espada.
Juan:
Expatriado murió de manera natural.
Mateo:
A espada.
Matías,
el sucesor de Judas Iscariote: Apedreado y luego decapitado.
Pedro:
Crucificado al revés, es decir, cabeza abajo.
Pablo:
Perseguido, naufrago, apedreado y finalmente decapitado.
Simón:
Crucificado.
Tadeo:
Asaetado.
Tomás:
Atravesado por una lanza.
Ahora, considerando razonablemente lo
anterior, la pregunta es: ¿morirían estos hombres y cientos de personas más por
una mentira, por un gran fraude en el que no creían a ciencia cierta? Por
supuesto que no, aunque por lo menos los apóstoles mismos del Señor dudaron en
comienzo de su resurrección (Cp. Marcos 16: 9-14; Lucas 24:1-53; Juan 20:24-31)
pese al hecho de haber presenciado sus muchos milagros públicos anteriores, reafirmaron su fe en Él después de haberle visto personalmente resucitado (Cp. Marcos
16:14-16) y sacrificaron posteriormente sus vidas por sostener el testimonio
veraz e histórico de su divinidad y de su resurrección.
Acerca de nuestra necesaria transformación
espiritual fue el gran apóstol Pablo, quien inspirado expresó: “Así que,
hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros
cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.
No os conforméis a este siglo, si no transformaos por medio de la renovación de
vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios,
agradable y perfecta” (Cp. Romanos 12:1,2).
Luego, con relación a la muerte a su propio
ego, fue él mismo quien escribió: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya
no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en
la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Cp. Gálatas
2:20).
Al igual que los apóstoles de Jesús, y
siguiendo el ejemplo de nuestros hermanos mártires, ofrezcamos por completo
nuestro ser al Señor, agradándole en todo en nuestra manera de vivir y
testifiquemos cada día acerca de Él (Cp. Mateo 5:14-16).