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Según la visión mundana, todo lo que
hacemos en función del beneficio de alguien más debería sernos reconocido a
través de la exaltación pública o mediante una que otra retribución material;
ahora, opuesta a esta perspectiva, la visión espiritual nos indica que nuestra
única motivación al actuar deberá ser el anhelo de servirle al Señor y a los
demás no estando jamás a la expectativa de recompensa alguna de parte de los
hombres a raíz de la generosidad de nuestros actos.
Al trabajar en pro del bienestar de los
demás seguro nos hallaremos en frente de reacciones tan contrastantes como
diversas, así actitudes tales como la gratitud y la ingratitud, la cooperación
y la indiferencia, la aprobación y el rechazo e incluso la ridiculización y la
burla y la crítica positiva o la destructiva generalmente serán las más
probables en ellos de cara a nuestras obras.
Y por supuesto, al ser reconocidos, nos
sentimos satisfechos y estimulados para seguir haciendo aún mejor lo que sea
que hayamos estado llevando a cabo, sentimiento de satisfacción que sin vanidad
alguna desde luego es válido ante Dios (Cp. I de Tesalonicenses 5:12,13), mas a
falta del cual y en ausencia de tal reconocimiento, no deberíamos jamás abstenernos
de cumplir con nuestro deber (Cp. Santiago
4:17; Gálatas 6:9,10).
Independientemente de ser o no reconocidos
por los hombres, al margen de ser o no apoyados por los demás al actuar o de
ser o no alabados por nuestras buenas acciones, en tanto sea el amor el que nos
motive a servir, será Dios quien a su tiempo nos recompensará (Cp. Colosenses
3:17, 23,24).
Sin esperar reconocimiento o exaltación
alguna de los hombres, sirvámosle siempre a nuestro Dios y a los demás, haciendo
todo cuanto hagamos solo en función de su gloria.
“Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón,
como para el Señor, y no para los hombres; sabiendo que del Señor recibiréis la
recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís” (Cp. Colosenses
3:23,24).