Por:
Carlos Ardila
¿Ante el
agravio o la falta seguramente habrás escuchado decir, o quizás has dicho tú
mismo algo así como lo siguiente?:
Te
perdono, pero de aquí en adelante no quiero saber más de ti…
Aunque te
perdono jamás podré olvidar cuanto mal me has hecho.
Te
perdono puesto que soy bueno, pero realmente tú no mereces mi perdón…
No puedo
perdonarte, ya que ha sido muy grave tu ofensa…
¿Al haber
faltado tú en perjuicio de los demás, en lugar de reconocer tu error, has
eludido aceptarlo diciendo algo así como lo siguiente?:
Aunque no
he hecho nada en tu contra, discúlpame si acaso te has sentido ofendido
trasladando así la culpa sobre aquel que juzgas demasiado susceptible.
Te
ofendes por pequeñeces, ya que eres tan sensible y no debieras serlo, disculpa
si tan poco de mi parte te ha hecho sentir así de mal.
Acerca
del perdón de Dios y del que Él desea nos concedamos los unos a los otros, así
como del reconocimiento y la confesión de nuestras faltas su Palabra dice que:
Pese a
sus muchas faltas el hijo pródigo fue perdonado y restaurado al haberse
arrepentido (Cp. Lucas 15:11-32).
Aunque
muchos han sido nuestros pecados el Señor nos los ha perdonado y ha decidido
sepultarlos en el olvido (Cp. Miqueas 7:19; Hebreos 8:12).
Solo Dios
es bueno y justo en un sentido perfecto, siendo que todos nosotros hemos pecado
y el Señor se entregó a sí mismo por nosotros, jamás debiéramos exaltarnos por
sobre los demás (Cp. Lucas 18:9-14, 18,19; Romanos 5:7,8).
Si nos
negamos a perdonar a quienes nos han hecho algún mal auto condenándonos a la
amargura del odio que nos priva del gozo y nos roba la paz, jamás podremos ser
nosotros mismos perdonados por Dios (Cp. Mateo 6:12-15).
Siendo
conscientes de nuestros propios errores, en vez de intentar evadir nuestras
culpas o tratar de hacerlas parecer insignificantes, en amor, sinceridad y
humildad, reconozcámoslas y confesémoslas ante aquellos a quienes
hayamos hecho el mal y desde luego en frente de nuestro Dios (Cp.
Santiago 5:16; I de Juan 1:8-10).