Por:
Carlos Ardila
Al hacer
decisiones cada quién de nosotros debemos pensar en la serie de consecuencias en
las que estas podrían derivar, afectándonos de manera positiva o negativa e
incluso en los efectos de las mismas sobre otras personas más.
Ahora,
hacer en vez de tomar decisiones es lo que a cada uno de nosotros nos
corresponde, puesto que en realidad estas no están puestas en anaqueles como
prefabricadas por alguien más, sino que nos compete concebirlas y elaborarlas,
analizando objetivamente nuestras propias situaciones personales.
Siendo
que en general todos los humanos somos seres eminentemente emocionales, algunas
de nuestras emociones negativas tales como son la ira, la tristeza, la
decepción y frustración, entre otras más, no debieran gobernarnos e impulsarnos a
la hora de decidir sobre uno u otro asunto, puesto que ellas perturbando y
nublando nuestro juicio por precipitud nos podrían llevar al error que luego
tendríamos que lamentar sin quizás poderlo enmendar.
En el
anterior orden de ideas, antes de actuar de manera imprudente nos convendría
considerar: ¿es esta la mejor decisión que puedo hacer ante Dios? (Cp. Jeremías
10:23), ¿he pensado bien este asunto o me estaré precipitando? (Cp. I de
Samuel 13:13), ¿he pensado en otros posibles caminos a seguir? (Cp. Proverbios
14:12), ¿he buscado o no sabios consejos? (Cp. Proverbios 11:14), ¿de qué
manera podría mi decisión afectar a los demás a mi alrededor? (Cp. II de
Crónicas 21:1-30), ¿le he entregado esta cuestión al Señor? (Cp. Proverbios
16:3).
Al
decidir sobre un asunto verdaderamente trascendente, examinemos responsable y
detenidamente todos sus pros y sus contras y sin permitir que nuestras
emociones negativas nos confundan, en toda serenidad y equilibrio mental y
espiritual, busquemos en oración la dirección de nuestro Dios.